Apesta a mundo.


El hedor insoportable invade los espacios y desprecia los seres. Inmunda inmundicia, apestosa pestilencia de los hombres hacia los hombres. Se impregna el cuerpo, se calla el dolor. Quien no ama mata al amor. Nada pueden los encantos ni las buenas intenciones. El hediondo hedor disfraza los perfumes de las flores. Cubrimos con el aroma del chocolate el mustio dolor del alma. La basura está adentro, en los seres deshechos y maltrechos. Las almas traspiran la mugre de las mentes podridas y los sentimientos encallecidos por los repetidos golpes y la indiferencia que golpea mientras la risa lastima los oídos acostumbrados al ruido insoportable de la nada existencial.  Miramos hacer, ignoramos los impulsos fundamentales de nuestra alma sometida al tedio insoportable de la realidad hedionda y nos preguntamos ¿Por qué? Y sin esperar la respuesta caminamos dejando atrás el olor apestoso de la costumbre a la que no logramos acostumbrarnos completamente. Y los pájaros se alimentan de nuestra basura y las flores se riegan con nuestros orines y el mundo apesta a nada, a la falta de futuro y creemos que, atacando lo que no nos animamos a solucionar, lograremos perfumar la pestilencia y huimos de lo apestoso sin percatarnos de que la pestilencia sale de nosotros, de nuestra indiferencia, y hacemos la pregunta equivocada, preguntamos ¿por qué Dios permite esto?  y deberíamos preguntarnos ¿por qué Dios permite que nosotros permitamos esto?. Y nos vamos mirando al suelo, a la tierra llena de excrementos, porque en el fondo sabemos que es lo único que no podemos contaminar.
Y, a lo lejos, una sonrisa nos promete cambiar el mundo. Y le creemos.

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