El temblor de las rodillas no respondía al frío sino al cansancio. El camino empezaba a hacerse largo y las fuerzas a volverse débiles. Faltaba un rato para la cima pero ya se empezaba a vislumbrar el final. No era tiempo de mirar atrás, la única forma de llegar era mirando hacia adelante, olvidar el pasado que lo había llevado a una altura peligrosa.
El pié perdió asidero, el otro lo siguió involuntariamente, las manos firmes en la roca empezaron a dudar, las sogas crujían y se retorcían como dolidas por el peso. El cuerpo perdía el equilibrio fundamental y la mente empezaba a pensar en cosas del mas allá, en una remota posibilidad de muerte, en una caída que duraría menos de la milésima parte que había llevado subir. Las manos comenzaron a sangrar y a ignorar la orden de no soltarse. La gravedad hizo lo suyo separando al alpinista de las rocas. Para arriba
¿Cómo había pasado esto?, ¿cómo tantos pasitos inocentes habían vuelto tan peligroso el presente?. La ambición de altura y la sensación de fuerzas infinitas se habían convertido en una trampa mortal. La caída sería tan dura como el máximo escalado, la muerte sería exactamente tan efímera como la vida que lo había llevado a escalar sin medir los riesgos y a olvidarse de su condición de mortal, de humano.
El recuerdo del día que anunció la aventura apareció en su mente, los saludos de sus allegados, el brindis con su padre, el beso de su mujer que ya no se repetiría. La alegría pasada como tristeza presente, la convicción como duda, la certeza como arrepentimiento, lo inevitable como verdad. Recordaba el primer paso, la primera soga, el darle la espalda a los que lo despedían, la ignorancia escondida tras el anhelo, la voluntad ignorándolo todo, la ambición pisoteando los miedos.
Los primeros metros fueron deslumbrantes, la sensación de subir, la belleza que lo acompañaba descubriéndose un poco mas a cada paso, como una mujer, como la amada mujer y al tiempo olvidada detrás de la indiferencia, como la belleza.
El temblor había parado, las rodillas sabían que ya no dependía de ellas, podían relajarse y entregarse a su peso. La cintura sintiendo el peso de todo el cuerpo, la soga obligándola a aguantar, la muerte pidiéndole que se rinda, el miedo exigiendo más de lo posible, la mente gritando por paz se entregaba a la ensoñación, al delirio que la alejaba de la realidad, que le daba un respiro de segundos.
Un águila esperaba lo que ya no podía no ser, pacientemente posada en la roca manchada por la sangre de las manos de quien empezaba a ser pasado.
La idea de un fin para cada uno volvía por segunda vez, ahora para quedarse, si el alpinista estaba muriendo necesitaba un sentido para haber estado vivo unos minutos antes, casi en la cima del mundo, casi pisoteando la vida, casi desafiando la muerte. Si una fuerza superior lo había llevado hasta donde estaba, esa misma fuerza podía devolverlo a donde debería estar, donde creía que debería estar.
Los inhumanos esfuerzos por trepar la soga fueron en vano, solo lograron dejarlo donde estaba pero mas cansado, mas rendido y mas asustado. La altura empezaba a ser extraña, no quería creer que él solo se había puesto en esa peligrosa posición.
Cualquier acto era independiente, todo sucedía sin su intervención, no era más que un espectador, nada podía hacer para que ese final fuese una parte de su vida, que dependiera de él, que sintiera el control de la situación.
Miró el fondo del valle, miró al águila que parecía dormitar, recordó a sus familiares, imaginó por última vez la cima, que por un momento pareció propia y ahora tan lejana y ajena, tomó aire, cerro los ojos y se soltó al vacío.
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