El mandala.


Al llegar a la puerta norte, cargado con la arena del camino y la soledad del caminante, el asceta preguntó al guardia si su Rey le permitiría meditar en sus tierras. Sabiendo la necesidad del rey de entretener a su pueblo, le respondió que las tierras eran las mejores del mundo para meditar, pero que seguramente el Rey le exigiría pasar por el mandala.
El mandala había nacido por necesidad. Luego de las revueltas de fin de siglo, el pueblo empezó a mostrarse intolerante y violento, así que el Rey y sus asesores se reunieron para buscar soluciones e idearon el mandala. Un circulo de cal de cuarenta codos de radio, en el centro, una estaca de 40 metros clavada en la tierra en la cual se anclaba una cadena de cuarenta eslabones de oro puro. Junto a la estaca había dos hachas, y por fuera del círculo de cal se disponían mesas. Se ataba al condenado a la cadena de forma que sus manos y pies llegasen justo hasta el límite del círculo y se le empezaban a ofrecer manjares de todo tipo. Generalmente, al tercer día, los condenados intentaban romper la cadena con una de las hachas,  lo que resultaba imposible y con lo que sólo destruían la herramienta hasta que sólo quedaba el mango de madera. Algunos antes, otros después, tomaban la segunda hacha y se cortaban las manos o los pies, y, por supuesto, morían desangrados y hambrientos.
El caminante puso como condición que le dejasen mantener su libro, que sin él no aceptaría ninguna prueba y el guardia aceptó.
Una vez atado a la cadena, a diferencia de los demás, el asceta no caminó hasta el límite, no le interesaba saber hasta dónde podía llegar, sino que se sentó junto a la estaca, miró las hachas y empezó a leer y meditar. Al poco tiempo, en una de las mesas le ofrecieron oro. Miles de monedas brillantes a las que ignoró luego de mirarlas un rato. Así pasó el primer día. Mientras terminaba de amanecer, en otra de las mesas colocaron frutas y verduras frescas, así como vino y jugos.
Casi sin mostrar interés, el caminante seguía compenetrado en sus lecturas y meditaciones. Al final del día, acercándose a las mesas, comprobó que las frutas habían perdido su frescura, los jugos olían mal y el oro del día anterior había empezado a cubrirse de arena. Lentamente volvió al centro y sentándose regresó a la lectura. 

El pueblo empezaba a hablar del asceta, estaba por comenzar el día de la primera locura, el tercero, y nada había pasado. Así que de a poco, la plaza empezó a llenarse.
Durante las primeras horas del tercer día, las ofertas fueron variadas, carne, agua, panes, y nada.  Al final del día el caminante comprobaba que se habían hechado a perder y volvía a su sitio. Ya entrada la noche el pueblo empezó a murmurar, los asesores reales recomendaban matar al forastero pero el Rey se negaba, después de todo, había sido él mismo quien desafiara al extraño a someterse a su juego.
Al amanecer del día siguiente, el cuerpo del asceta empezaba a mostrar las marcas del hambre y del sol, pero nada en él dejaba ver signos de cansancio o sufrimiento. Desde el palco principal, el Rey marcó con una seña que mandaran a las bailarinas. Desde detrás de la entrada a la plaza, dos mujeres casi niñas,  caminaron hacia el mandala seguidos por todos los ojos de los presentes, y al ritmo suave de la música, empezaron a mover sus cuerpos. El asceta se interesó con el espectáculo, por lo que a una seña del Rey, los músicos aceleraron el ritmo y con él los cuerpos. Sentado casi al borde del mandala, miraba a las niñas bailar sin pestañar, por lo que el Rey con otra seña mandó a que se desnudasen de a poco y muy lentamente. Obedecieron y siguieron bailando. Pero al  rato algo pasó, los movimientos dejaron de ser armónicos, los cuerpos transpirados y exhaustos empezaron a perder su gracia y terminaron rindiéndose y, avergonzadas, se vistieron y huyeron. El caminante, cansado y sorprendido, volvió al centro entre los abucheos del pueblo al Rey.
El soberano, rendido y asustado, decidió bajar y liberar al asceta y declarase vencido, pero al llegar a su lado, él se puso de pié, y tomando la mano del Rey le expresó su agradecimiento y respeto por haberle mostrado tantas verdades en una máquina tan ingeniosa. El silencio fue total. Dichoso el pueblo que su majestad se digna gobernar, continuó diciendo, y dichoso de mí que lo he conocido. Hay en mí un servidor y un amigo, y pido permiso a su Majestad para poder caminar por sus tierras un tiempo y luego seguir mi camino. 

4 comentarios:

  1. Que cuento sensacional! me mantuvo atenta y ávida de seguir la lectura....no hay vencedores, ni vencidos, solamente hombres, dignidad, estrategias, y grandeza de espíritu en aquellos que nunca dejan de buscar el camino a la verdad esencial de la vida.Felicitaciones, un cordial saludo!

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  2. Los Reyes suelen idear boomerangs.
    El cuento es maravilloso.
    Digno de poblar la Noche Mil y Dos.

    Beso grande

    SIL

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  3. Interesante y hermosa alegoría de las relaciones de poder y la autonomía. Un abrazo.

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  4. La cuestión es... ¿estaría dispuesto el asceta a reconocer la verdad de la vida en boca ajena?
    ¿Tendría la humildad suficiente para aceptarla como tal?
    Interesante.
    Un abrazo.

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