Encuentro.



Con una enorme explosión de murmullos y llantos sucedía nuevamente aquello que llamamos nacimiento.

Había nacido Narón y no solo no se había dado cuenta, sino que no lograría entenderlo hasta mucho después, como casi todos nosotros; aunque la mayoría nunca lo note.
El desconcierto nos ayuda durante la transición; es imposible concebir el nacimiento con consciente lucidez del que viene, siquiera pretender imaginar el trauma ya excede toda posible imaginación.
La soledad de ser una simple chispa sobre una alfombra. Ver muchas chispas apagadas, anteriores, cenicientas e inmóviles tendidas sobre ese universo decorativo y sintético era desolador, aunque durante la infancia difícilmente se cuestiona uno el sentido de las cosas.
El tiempo de una chispa se mide muy distinto al nuestro que, al compararlos, parece eterno. Por lo que la infancia del pequeño carbón duró poco tiempo, aunque suficiente.
De a poco se fueron presentando esas inquietudes sobre el origen, el futuro, el presente. Poco a poco el mundo se le presentaba como tema de estudio (la escasa posibilidad de movilidad le impedía conocer toda su extensión) y la avidez de conocimientos se ocupaba del resto. Probó el estudio de la alfombra, de la luz, de la tierra y hasta de los ácaros que fue conociendo, todo aparentemente sin sentido. Un día, casi sin querer, descubrió el fuego. Desde lejos lo miraba, imponente, causante de las luces y las sombras, del calor y del frío, al poco tiempo de estudiarlo se dio cuenta de que en cierta forma estaba en todos lados, con su calor, su luz, el crepitar de sus estáticos pasos. Fue amor a primera vista, quedó prendado de aquella ciencia, casi mística, del fuego. Poco era lo que podía saberse de ese extraño fenómeno, tan distante, hecho de otra materia, distinta, imposiblemente dentro e imposiblemente fuera de su universo, tan extraño y tan familiar, que cuando se agotó físicamente la posibilidad de estudiarlo comenzó a interpretarlo mística y espiritualmente, a intentar ser para conocer, sentir para transmitir, todas sus horas eran para el fuego.
La meditación dio su primer y más importante fruto, un día mientras observaba las eternas llamas, entendió su origen, su condición de hijo de esa hoguera; se presento un deseo de retorno que de a poco fue una obsesión, todos sus sentidos  se concentraban en como retornar al fuego. Se sentía cada vez más distante. Intentó rezarle, rogarle y alabarlo pero nada logró, no hay forma de que el fuego se junte con él por medio de la oración, parecía indiferente a sus ruegos (aunque no lo era) él debía llegar al fuego.
Muchos intentos de movimiento, de desmaterialización, llegó a preguntarse si al morir se uniría al fuego o si no se moriría si no lograba su misión; Las chispas esparcidas por el suelo le demostraban la posibilidad de no salvarse, de quedar hecho cenizas inútiles sobre la alfombra para siempre.
Los demás habitantes de ese mundo empezaron a notar la inquietud de Narón, sus interminables contemplaciones sus experimentos, sus flagelos. Hasta que decidieron encargarle a la alfombra que averiguara de que se trataba todo. Nació así una profunda relación entre ellos; luego se sumaron las sillas, los sillones, las cortinas y hasta un gato embalsamado, todos escuchaban a Narón con pasión, tanto que empezó a sentirse y a ser parte del fuego, que también causaba esa hipnótica fascinación a quien se interesaba en él, lograba contarles lo aprendido y lo meditado durante larguísimas charlas –ya aclaramos las diferencias de tiempo-.
Fue la alfombra la que notó que el brillo de Narón aumentaba, se volvía cálido, hasta que llegó a notársele una pequeña llama, que a fuerza de seguir meditando logró aparecer también en la alfombra y luego en las sillas y en los sillones, las cortinas y hasta el gato que salió por un último momento de su obstinado embalsamamiento y todos fueron fuego y todos festejaron y Narón, ya en otro estado, inmaterial, hecho humo, un humo casi imperceptible entre el incendio, un humo como todos los humos, igual, parecido a una parte del todo pero perfectamente identificable, subió, alegre, cantando y bailando al son del chayero crepitar de su mundo, mundo que festejaba su liberación con músicas y bailes, con abrazos tan fuertes que caían al suelo y se deshacían en cenizas humeantes, tan felices que al dejar sus cuerpos y unirse en el humo que formaba, ya indisolublemente, parte del fuego inicial, del que lograra su admiración, del que por medio de Narón les revelara que para llegar a Él hacían falta todos, todos o nadie, que uno solo no podía, y entre medio de ese encuentro ni siquiera notaron los gritos del dueño de casa que de rodillas y agarrándose la cabeza, gritaba con un ímpetu diabólico: -que desgracia, que desgracia más horrible, mi Dios.

5 comentarios:

  1. Probablemente, de no haberse convertido en cenizas, también Narón hubiera podido escribir este asombroso post, en un intento cada vez más osado y aunque fuese negando, de buscar explicaciones sobre el mundo y sobre su propia existencia.
    No cerrar puertas, el respeto, y aceptar que ante tanto desconcierto e ignoracia juntos cualquiera de las versiones puede ser la más correcta, es lo más duro de roer...
    Un abrazo desde el ocaso.

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  2. Vaya cuento surrealista.
    Un semiótico podría darle perfecta interpretación; yo me limito a decirte que me encantó.

    Hay llamas que lo abrasan todo, quizás para purificarnos.
    Narón y Nerón me han sonado en la cabeza con el mismo tamborileo.
    Locura, fuego, maldición, simbología, analogía, NADA LE FALTA a ESTA HISTORIA.

    Un abrazo

    SIL

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  3. Todo rescoldo alberga en sus cenizas una historia de amor envuelta en humo.

    Un abrazo ignipotente.

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  4. Tiene chipsa e ingenio el cuento, que bien podría entrar con este narón, en las expectativas de los cuentos de mayor asombro de Cortázar. Un abrazo. carlos

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  5. Me dejaste anonadada! pasmada! sorprendida! MARAVILLADA! Esto no tiene explicación, es perfecto... me dejas pensando una vez más.

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